Francisca Lobato Domínguez era una niña de siete años que vivía con sus padres y sus dos hermanos en un paraje entre Jimena y La Sauceda cuando estalló la guerra.
Su padre, Roque Lobato Gutiérrez, fue ejecutado por las tropas franquistas al poco de tomar el poblado de La Sauceda. Allí, cerca de la ermita, fue enterrado clandestinamente por sus verdugos. Su mujer y sus hijos fueron conducidos, junto al resto de la población del valle, al cortijo del Marrufo, donde permanecieron detenidos.
Francisca tiene un recuerdo muy vivo de la nave donde estaban detenidas las mujeres con los niños y de los lamentos de los presos que desde la capilla vecina eran sacados para ser fusilados pendiente abajo. También recuerda cómo su madre, ya viuda, se fue a vivir con unos familiares cerca de Castellar y cómo se puso a trabajar de recovera para poder sacar a la familia adelante. Iba y venía andando de Jimena a La Línea para vender sus mercancías y sacar el sustento con que alimentar a sus hijos.
Ni su madre ni ella olvidaron nunca a su padre y unos años después de la muerte del dictador, Francisca pudo dar sepultura digna a los restos de su padre. Alguien había puesto una losa de piedra sobre el lugar donde había sido enterrado y por eso pudieron localizarlo.
La memoria de aquel hombre pudo ser rescatada. Sus asesinos fallaron en su intento de borrar para siempre las huellas de su crimen.